lunes, 3 de agosto de 2009

“BETY, GRACIAS POR ESTAR CONMIGO”: GERTRUDY DUBY


Por Enrique Hidalgo Mellanes
mellanes509@hotmail.com

Doña Beatriz Matilde Mijangos Zenteno, quien actualmente tiene 77 años, es la hija adoptiva de Franz Blom (Premio Chiapas 1954) y Gertrude Duby (Premio Chiapas 1980) fundadores de Na Bolom, un importante centro de convivencia e investigaciones mesoamericanas, en San Cristóbal de Las Casas. A un costado de la cama donde falleciera hace 15 años la señora Duby, se posó doña Beatriz y recordando algunos momentos de la convivencia con ella, evocó algo que le es imborrable a su memoria.

El inicio


En 1950 cuando doña Gertrudy Duby compró la casa, de inmediato decidió que aquí sería su cuarto. Al principio fue en el comedor; habían dos catres, uno en cada lado. Yo llegué en 1951. No había ventanas, nada más puertas. La señora y el señor hicieron las ventanas, y la puerta del otro lado, porque ella odiaba la oscuridad. Había una mesa en medio del cuarto y aquí se ponía a trabajar durante la noche. En las mañanas se levantaba y se iba al jardín dos horas. Desayunaba, se cambiaba de ropa y empezaba a trabajar en sus escritos.


Me relataban, en ocaciones, de cómo llegaron a San Cristóbal, de cómo doña Duby vino huyendo de la guerra y estuvo encarcelada en Italia; ahí leyó sobre los mayas y se interesó mucho en los indígenas de esta región. Huyendo de la guerra vino a México. Estando aquí preguntó cómo podía llegar a la Selva Lacandona. El gobierno la apoyó, organizó el viaje y vino a San Cristóbal. Se hospedó en el Hotel Español, que ahora es el Holliday Inn; consiguió caballos y se fue por primera vez a la selva, estancia que duró cuatro meses.


Cuando ella salía de la selva, sola después de tres años, se encontró con Franz Bloom que iba a entrar. Fue ahí donde lo conoció. Estaba la avioneta en la pista de Ocosingo; Franz tomaba un café en el restaurante. Él le dijo: “¿Tú eres Duby?”;“Sí. ¿Por qué?”, respondió ella. “Yo soy Franz Blom. Voy a entrar a la Selva Lacandona”. Fue ahí en donde se conocieron. El próximo viaje ya lo hicieron juntos como amigos. Después se casaron.


Ellos vivían en la ciudad de México, en un condominio. Después decidieron venir a San Cristóbal. Franz recibió una herencia de su papá y compraron esta casa. Poco a poco la fueron arreglando. Toda la casa estaba en ruinas, a mí me tocó trabajar en el jardín y apoyarlos en la casa.


Doña Gertrudy era vegetariana. A diario hacíamos siete clases de platillos con legumbres. Ella me enseñó a cocinar. Llegue aquí a los doce años. Era muy rebelde y me iba de mi casa. Vine aquí por una coincidencia.


Vine aquí porque mi papá era supervisor de la quinta zona. Él no quería que sus hijos fueran a quedar de tontos. A mí no me gustaba ir a la escuela y siempre me escapaba, le dije a mi papá que yo no quería estudiar. “¿Qué quieres ser? ¿Panadera?” Me pusieron a limpiar moldes. Ya no quise ser panadera. Me fui como costurera y eché a perder un vestido. La costurera me dijo: “Mira en la casa grande hay una señora que es modista. Ella te puede ayudar”. Y vine, toqué la puerta del otro lado.

Me gustaba venir a jugar el timbre. Don Pancho me agarró de la mano. Me dijo “párate”. Él vino y tocó el timbre. Me puse a llorar. Gertrude dijo: “No llores. Para que vas a llorar”. Me dio miedo, hablaba muy fuerte.

Entonces cuando vine por segunda vez, cuando ellos regresaron de un viaje a la Costa de Chiapas, don Pancho dijo “a esta niña la conozco”. Yo tenía el pelo muy cortito. Y me dijo: “Gracias por no volver a jugar el timbre”.

Me pasaron a la casa. Tomamos chocolate y me comí cinco pedazos de pastel. Ahí Gertrude me invitó a vivir con ella. No tenían hijos. Yo le dije “no, yo no quiero ser sirvienta”. Se empezó a reír: “Nosotros queremos adoptar a una niña”. Yo era flaca, un fideíto. “No sé si va a querer mi papá”, dije. “Yo voy a decirle a tu papá” dijo Duby.

A mi tía, la que hacía tortillas para vender, le dije “dicen los gringos que si quiero voy a vivir con ellos. Ellos no tienen hijos”. “Ah, pues vete.” Franz y ella le dijeron a mi papá “no la vamos a tener como sirvienta. Va a ir a la escuela. Va a estar con nosotros”. Y yo les dije “es que la escuela no me gusta”. Mi papá estaba muy enojado. Pasaron un día, quince y aquí me quedé. Los quise a ellos como mis papás.

Gertrudy era una persona muy trabajador, desde que se levantaba a las cuatro de la mañana; se dormía a las nueve de la noche. Sacaba agua del pozo. Tomábamos café y luego a seguir trabajando en el jardín. El ganado de la otra colonia entraba aquí.

Ella me puso una mesita chiquita con cuadernos, libros y me dejaba tarea. “Haz la tarea” me decía, dos veces hablaba. “Es que me gusta la música.” “Nada de caprichos. Primero aprende a leer y escribir, decía. Vino un maestro aquí cada ocho días, así terminé mi sexto grado aquí.

Luego me pusieron un maestro de música. Así empezó mi vida. Ella era muy estricta. Primero trabajaba en el jardín dos horas. Luego en otra cosa y a la una era la comida. Ella hacía la comida. Venía con ella. Me dio una libretita. “Tú no vas a cocinar pero vas a mirar.”

A mí no me gustaba comer verduras. El primer día me dieron verdura. Medio lo comí. Me dieron lo mismo tres días, hasta que lo aprendí a comer. Al terminar de comer ella se iba a dormir la siesta. Después pedía un café. Enseguida después de las seis y media hacía la cena.

La cena era muy sencilla. Luego a bañarse para después dormir. Al otro día lo mismo. Cuando cumplí quince años me regalaron un viaje a la selva. Un viaje con ella era precioso. A caballo en dos días. Había que levantarse a las tres de la mañana, junto a los arrieros. A las cinco de la tarde ya estábamos a mitad del camino. Luego a descansar. Y al otro día, saliendo temprano llegábamos a la selva.

La continuación

Y allá, en la selva se ponía a trabajar. Ponía dos palitos y una tablita y encima su maquina de escribir. En ese tiempo estaban los chicleros. Ya estaba terminando la chiclería. Pero los vi todavía. Era mucha montaña. No la de ahorita.

Ella era muy inquieta. Aquí en donde estamos venía hasta la noche. Trudy tenía allá arriba un lugar que se llamaba la cueva. Era un cuarto en donde estaban sus libros. Ahí trabajaba. Había una camita en donde tomaba su siesta. Tenía un cuadro que le hizo don Pancho, un volcán en medio con fuego y había culebras, alacranes, animales ponzoñosos. Ella lo ponía en la puerta cuando iba a descansar o cuando iba a trabajar. “Estoy out”, decía, para que no la molestaran.

O bien estaba tejiendo calcetines. Sus manos siempre estaban trabajando, no se sentaba. Quien se sentaba a platicar era don Pancho en la biblioteca.

Fumaba mucho. Siempre tenía cigarros. Sus pantalones tenían bolsas, aquí y aquí y aquí para jalar una cajetilla. Siempre tenía un cigarro en su boca. Los dos fumaban Alas Azules, de esos fuertes.

Pero ya le digo. Ella no se sentaba sino hasta la hora de comer. Era muy gritona. Era muy amable pero muy estricta. Su mirada era fuerte. No era una mirada de espanto. No. Tenía unos ojos muy bonitos. Sus ojos se ponían verdes o más amarillitos. Ella decía que tenía ojos de gato, porque a los gatos les cambian los colores de sus ojos.

Sus manos no eran grandes pero sí tenían mucha agilidad. Hacía mucho ejercicio. En la noche en la biblioteca, en la mañana en el jardín o en el baño antes de bañarse. Montaba a caballo todos los días, dos horas, después de su desayuno. Tenía tres caballos. Se llamaban Grano de Oro, Kalancash y Metzaboj.

Un adiós para el retorno

Gertrude murió el 24 de diciembre de 1993. Yo estaba aquí al lado de esta cama en donde ahora estamos platicando. Esta cama es donde ella falleció. El 19 de noviembre enfermó de gravedad. Yo lloré y lloré. No la podía ver. Había cuatro voluntarios muy simpáticos. Nos turnábamos. Entonces llegó Susana y me dijo “Bety, ven”. Casi me sacó del brazo de la cocina. Entonces escuché que me dijeron “Alooo, Bety”, era Gertrudy. La ví sentada. Estaba feliz. Pura risa. “¿Bonito viaje, verdad?”, “Sí, Gertrude”. “Gracias por acompañarme.” Ella me agarró la mano y me besó. “Tengo mucha hambre.” Le pusimos sus zapatos. “No. Primero baño. Ella también necesita un baño.” Ese día se comió seis huevos estrellados y sopa.

Por la noche nos fuimos al jardín. Ella no quiso que la agarrara de su brazo. “¿Están bien tu casa?”, “sí están bien”. Fuimos a mi casa. La saludaron mis hijos. Ella me dijo “Precioso lugar”.Yo estaba con ella. Así estuvo como una semana. Después volvió a caer al sueño.

Antes de volver a dormir, en la capilla estaba Chan Kin viejo y sus dos esposas. Se sentaron con un calentador. Ahí estaba mi hijo que tocaba la guitarra y Jaime Gil, el que hizo la película Un cuarto de oro, tocó el piano. Tocaron la canción Vuela, vuela, mariposa. “Muy bonito detalle. Gracias”, dijo Gertrude.

Luego nos venimos aquí y me dijo “mira, quiero platicar contigo. Pero no ahora, mañana”. Al día siguiente nos sentamos en una banca grande. “Yo ya me voy a un viaje. Esta vez no vas conmigo. Porque tú vas a cuidar la casa. Yo ya me voy. No quiero agua ni medicinas. No vas a llorar. Lloronas no quiero. No te vas a poner negro sino de color alegre.”

Ya aquí escogió su ropa. Pidió que le pintaran el cabello. Yo le pinté las uñas de sus pies. “Una cosa: que no se te olvide poner mis dientes. Porque un muerto sin dientes es horrible. No se te olvide mi reloj.”

Nos acostamos. Me decia “I love you, Bety. I love you, Bety”. Nos abrazábamos. Así se repitió muchas veces. Se durmió. Y al otro día al verme se alegró. Le agarré una mano “¿sientes mi mano?” pregunté. “No”, respondió. “Quédate conmigo”. Con una mano me rascó mi cabeza. “Gracias, niña, por estar conmigo”. Una hora después le pregunté “¿Vas a tomar agua?”. Y nada. Llamamos al doctor. Trudy ya estaba en estado de coma. Murió esa noche. A la una y media.